De la lectura, las competencias y reformas educativas en Conciencia Educativa número 7
La perspectiva centrada en las competencias, característica de la Reforma Integral de la Educación Básica y del Plan de Estudios 2009, establecido por la SEP, se nos presenta como una “opción innovadora y alternativa”; como un elemento que va a resolver las carencias que tenemos en el ámbito educativo. El cambio a un enfoque por competencias se nos presenta como “la solución” a todos nuestros males. En los distintos niveles actualmente, tal innovación se vive por muchos como compulsión, una compulsión que dificulta comprender cabalmente hacia dónde nos dirigimos. Se esperaría que esta formación por competencias tuviera un efecto considerable en los estudiantes, sobre todo para volverlos “competitivos”, laboralmente hablando, y resarcir así la deuda que tiene la escuela con la sociedad. Sin embargo el asunto no es tan simple, ni tan mágico el enfoque, sobre todo si no nos queda claro de dónde viene y hacia dónde va. Tendríamos que analizar si dicho enfoque se está promoviendo realmente, por parte de nuestras autoridades educativas, para contribuir a la formación de los sujetos, como seres humanos integrales, o más bien para atender a las demandas del Banco Mundial, de la Unión Europea, de la UNESCO, entre otros organismos, que exigen que los mexicanos tengamos cierto perfil, como condición para invertir en nuestro país. Esta ola de “modernidad”, en la que se inscribe el nuevo plan de estudios, genera orientaciones apresuradas que son insuficientes para promover el cambio que nuestro país necesita, que nuestro gobierno pretende o que los maestros buscamos, y por supuesto, como consecuencia, el impacto de los nuevos enfoques en las prácticas educativas concretas resulta prácticamente inexistente. La innovación atiende la necesidad de incorporar los nuevos descubrimientos científicos al funcionamiento del sistema educativo. Las reformas en este terreno suelen darse como respuesta a la evolución impresionante de la tecnología, así como a las propuestas que se van elaborando, como consecuencia del desarrollo de las diversas disciplinas vinculadas con la educación, como la pedagogía, la didáctica, la psicología, la comunicación, entre otras. Con las reformas se suele dar una descalificación de todo lo que huela a pasado; en cambio, la innovación por sí misma es percibida como algo que supera con creces lo que se estaba realizando. Esta forma de concebir a la reforma impide reconocer y aceptar aquellos elementos de las prácticas educativas que ya se venían dando y que tienen sentido, que vale la pena seguir trabajando y que merecen ser recuperadas. Con frecuencia se observa, por parte de muchos actores de la educación, una perspectiva muy inmediatista surgida de la política neoliberal. Cada gobierno durante su sexenio desea imprimir un sello particular a la política educativa y la idea de innovar se presenta como el mejor argumento para emprender cualquier reforma. De esta manera surge la compulsión al cambio, como un rasgo que caracteriza el discurso de la innovación. Lejos estamos de pensar que toda propuesta de cambio realmente imprime un rumbo diferente al trabajo cotidiano que se realiza en las aulas y no porque no sea importante impulsar “nuevos sentidos y significados” a la práctica pedagógica, sino porque el espacio del aula aparece abandonado, en la mayoría de los casos, a la rutina, al desarrollo de formas de trabajo rígidas, atrapadas en la lógica de las estructuras autoritarias preestablecidas.
Un gran problema con el que nos encontramos en cada reforma es que se cambia para no cambiar, ya que no se generan los tiempos, ni los espacios necesarios para analizar colectivamente los resultados de lo que se ha propuesto; no se busca sedimentar una innovación para identificar y valorar sus aciertos y sus límites. El tiempo para emprender reformas en la política educativa global o particular se regula más bien, por la permanencia de las autoridades en determinada función, quienes proceden a decretar una “nueva perspectiva” aparentemente renovadora, pero que difícilmente impacta las relaciones educativas porque no parte de la experiencia reflexiva de quienes habrán de llevarla a la práctica. Es innegable que en el terreno educativo tenemos muchas deficiencias; que aún no hemos saldado la deuda con la sociedad; que a los maestros nos falta profesionalizarnos y salir del confort de las prácticas añejas en las que muchos estamos atrapados (producto muchas veces de la seguridad laboral). Si bien es cierto que tenemos que avanzar a otro nivel de relación laboral y educativa en el que ya no quepan los contubernios, ni el afán de protegernos con prácticas simuladoras, hay que reconocer que tampoco podemos asumirnos, sólo porque sí, como promotores de las nuevas formas de trabajo y subirnos a la compulsión del cambio, sin saber hacia dónde nos lleva éste. Considero que vale la pena retomar algunas reflexiones de Perrenaud, de César Coll y de Díaz Barriga, quienes han aportado valiosas ideas para resignificar el enfoque por competencias, desde una perspectiva social, ante la necesidad de replantear el sentido de la educación, de la enseñanza y del aprendizaje en el contexto escolar. Este enfoque alternativo implica reflexionar en torno a preguntas fundamentales:
¿Para qué se enseña lo que se enseña?, ¿la educación consiste simplemente en guardar información, y en reproducirla en los esquemas y textos mostrados en la escuela?, o se trata, más bien, de formar individuos con capacidad propia de razonamiento, capaces de integrarse en colectivos, y con un conjunto de saberes que les permitan resolver diversas situaciones de la vida cotidiana. Es evidente que en este momento no existe claridad sobre el enfoque oficial; los planes y programas se muestran desarticulados y se pone en evidencia la negación histórica de las luchas sociales. Todo esto genera molestia, preocupación y confusión entre los docentes, quienes tienen que operar cotidianamente un currículo bajo presión y con todos los reflectores puestos en ellos. Los docentes se ven obligados a lograr resultados “objetivos” y también, aunque no se diga, a cubrir las deficiencias del diseño curricular; se ven exigidos a lograr en corto plazo, lo que no se ha logrado en años. Nuevamente nos encontramos frente a un cambio por decreto, por recomendaciones internacionales y en el que el maestro se queda fuera del debate, reducido a seguidor de instrucciones y señalado como el responsable del persistente fracaso escolar.
Gómez Solorio, O. (2009). Educación por competencias o compulsión por la innovación. Comunicación con Conciencia Educativa, Época 1, año 1, número 7, En Revista Electrónica de Pedagogía, 12-13. Recuperado Septiembre, 2009, de
http://www.odiseo.com.mx/
De la lectura, las competencias y reformas educativas en Conciencia Educativa número 7
La perspectiva centrada en las competencias, característica de la Reforma Integral de la Educación Básica y del Plan de Estudios 2009, establecido por la SEP, se nos presenta como una “opción innovadora y alternativa”; como un elemento que va a resolver las carencias que tenemos en el ámbito educativo. El cambio a un enfoque por competencias se nos presenta como “la solución” a todos nuestros males. En los distintos niveles actualmente, tal innovación se vive por muchos como compulsión, una compulsión que dificulta comprender cabalmente hacia dónde nos dirigimos. Se esperaría que esta formación por competencias tuviera un efecto considerable en los estudiantes, sobre todo para volverlos “competitivos”, laboralmente hablando, y resarcir así la deuda que tiene la escuela con la sociedad. Sin embargo el asunto no es tan simple, ni tan mágico el enfoque, sobre todo si no nos queda claro de dónde viene y hacia dónde va. Tendríamos que analizar si dicho enfoque se está promoviendo realmente, por parte de nuestras autoridades educativas, para contribuir a la formación de los sujetos, como seres humanos integrales, o más bien para atender a las demandas del Banco Mundial, de la Unión Europea, de la UNESCO, entre otros organismos, que exigen que los mexicanos tengamos cierto perfil, como condición para invertir en nuestro país. Esta ola de “modernidad”, en la que se inscribe el nuevo plan de estudios, genera orientaciones apresuradas que son insuficientes para promover el cambio que nuestro país necesita, que nuestro gobierno pretende o que los maestros buscamos, y por supuesto, como consecuencia, el impacto de los nuevos enfoques en las prácticas educativas concretas resulta prácticamente inexistente. La innovación atiende la necesidad de incorporar los nuevos descubrimientos científicos al funcionamiento del sistema educativo. Las reformas en este terreno suelen darse como respuesta a la evolución impresionante de la tecnología, así como a las propuestas que se van elaborando, como consecuencia del desarrollo de las diversas disciplinas vinculadas con la educación, como la pedagogía, la didáctica, la psicología, la comunicación, entre otras. Con las reformas se suele dar una descalificación de todo lo que huela a pasado; en cambio, la innovación por sí misma es percibida como algo que supera con creces lo que se estaba realizando. Esta forma de concebir a la reforma impide reconocer y aceptar aquellos elementos de las prácticas educativas que ya se venían dando y que tienen sentido, que vale la pena seguir trabajando y que merecen ser recuperadas. Con frecuencia se observa, por parte de muchos actores de la educación, una perspectiva muy inmediatista surgida de la política neoliberal. Cada gobierno durante su sexenio desea imprimir un sello particular a la política educativa y la idea de innovar se presenta como el mejor argumento para emprender cualquier reforma. De esta manera surge la compulsión al cambio, como un rasgo que caracteriza el discurso de la innovación. Lejos estamos de pensar que toda propuesta de cambio realmente imprime un rumbo diferente al trabajo cotidiano que se realiza en las aulas y no porque no sea importante impulsar “nuevos sentidos y significados” a la práctica pedagógica, sino porque el espacio del aula aparece abandonado, en la mayoría de los casos, a la rutina, al desarrollo de formas de trabajo rígidas, atrapadas en la lógica de las estructuras autoritarias preestablecidas.
Un gran problema con el que nos encontramos en cada reforma es que se cambia para no cambiar, ya que no se generan los tiempos, ni los espacios necesarios para analizar colectivamente los resultados de lo que se ha propuesto; no se busca sedimentar una innovación para identificar y valorar sus aciertos y sus límites. El tiempo para emprender reformas en la política educativa global o particular se regula más bien, por la permanencia de las autoridades en determinada función, quienes proceden a decretar una “nueva perspectiva” aparentemente renovadora, pero que difícilmente impacta las relaciones educativas porque no parte de la experiencia reflexiva de quienes habrán de llevarla a la práctica. Es innegable que en el terreno educativo tenemos muchas deficiencias; que aún no hemos saldado la deuda con la sociedad; que a los maestros nos falta profesionalizarnos y salir del confort de las prácticas añejas en las que muchos estamos atrapados (producto muchas veces de la seguridad laboral). Si bien es cierto que tenemos que avanzar a otro nivel de relación laboral y educativa en el que ya no quepan los contubernios, ni el afán de protegernos con prácticas simuladoras, hay que reconocer que tampoco podemos asumirnos, sólo porque sí, como promotores de las nuevas formas de trabajo y subirnos a la compulsión del cambio, sin saber hacia dónde nos lleva éste. Considero que vale la pena retomar algunas reflexiones de Perrenaud, de César Coll y de Díaz Barriga, quienes han aportado valiosas ideas para resignificar el enfoque por competencias, desde una perspectiva social, ante la necesidad de replantear el sentido de la educación, de la enseñanza y del aprendizaje en el contexto escolar. Este enfoque alternativo implica reflexionar en torno a preguntas fundamentales:
¿Para qué se enseña lo que se enseña?, ¿la educación consiste simplemente en guardar información, y en reproducirla en los esquemas y textos mostrados en la escuela?, o se trata, más bien, de formar individuos con capacidad propia de razonamiento, capaces de integrarse en colectivos, y con un conjunto de saberes que les permitan resolver diversas situaciones de la vida cotidiana. Es evidente que en este momento no existe claridad sobre el enfoque oficial; los planes y programas se muestran desarticulados y se pone en evidencia la negación histórica de las luchas sociales. Todo esto genera molestia, preocupación y confusión entre los docentes, quienes tienen que operar cotidianamente un currículo bajo presión y con todos los reflectores puestos en ellos. Los docentes se ven obligados a lograr resultados “objetivos” y también, aunque no se diga, a cubrir las deficiencias del diseño curricular; se ven exigidos a lograr en corto plazo, lo que no se ha logrado en años. Nuevamente nos encontramos frente a un cambio por decreto, por recomendaciones internacionales y en el que el maestro se queda fuera del debate, reducido a seguidor de instrucciones y señalado como el responsable del persistente fracaso escolar.
Gómez Solorio, O. (2009). Educación por competencias o compulsión por la innovación. Comunicación con Conciencia Educativa, Época 1, año 1, número 7, En Revista Electrónica de Pedagogía, 12-13. Recuperado Septiembre, 2009, de www.odiseo.com.mx
De la lectura, las competencias y reformas educativas en Conciencia Educativa número 7
La perspectiva centrada en las competencias, característica de la Reforma Integral de la Educación Básica y del Plan de Estudios 2009, establecido por la SEP, se nos presenta como una “opción innovadora y alternativa”; como un elemento que va a resolver las carencias que tenemos en el ámbito educativo. El cambio a un enfoque por competencias se nos presenta como “la solución” a todos nuestros males. En los distintos niveles actualmente, tal innovación se vive por muchos como compulsión, una compulsión que dificulta comprender cabalmente hacia dónde nos dirigimos. Se esperaría que esta formación por competencias tuviera un efecto considerable en los estudiantes, sobre todo para volverlos “competitivos”, laboralmente hablando, y resarcir así la deuda que tiene la escuela con la sociedad. Sin embargo el asunto no es tan simple, ni tan mágico el enfoque, sobre todo si no nos queda claro de dónde viene y hacia dónde va. Tendríamos que analizar si dicho enfoque se está promoviendo realmente, por parte de nuestras autoridades educativas, para contribuir a la formación de los sujetos, como seres humanos integrales, o más bien para atender a las demandas del Banco Mundial, de la Unión Europea, de la UNESCO, entre otros organismos, que exigen que los mexicanos tengamos cierto perfil, como condición para invertir en nuestro país. Esta ola de “modernidad”, en la que se inscribe el nuevo plan de estudios, genera orientaciones apresuradas que son insuficientes para promover el cambio que nuestro país necesita, que nuestro gobierno pretende o que los maestros buscamos, y por supuesto, como consecuencia, el impacto de los nuevos enfoques en las prácticas educativas concretas resulta prácticamente inexistente. La innovación atiende la necesidad de incorporar los nuevos descubrimientos científicos al funcionamiento del sistema educativo. Las reformas en este terreno suelen darse como respuesta a la evolución impresionante de la tecnología, así como a las propuestas que se van elaborando, como consecuencia del desarrollo de las diversas disciplinas vinculadas con la educación, como la pedagogía, la didáctica, la psicología, la comunicación, entre otras. Con las reformas se suele dar una descalificación de todo lo que huela a pasado; en cambio, la innovación por sí misma es percibida como algo que supera con creces lo que se estaba realizando. Esta forma de concebir a la reforma impide reconocer y aceptar aquellos elementos de las prácticas educativas que ya se venían dando y que tienen sentido, que vale la pena seguir trabajando y que merecen ser recuperadas. Con frecuencia se observa, por parte de muchos actores de la educación, una perspectiva muy inmediatista surgida de la política neoliberal. Cada gobierno durante su sexenio desea imprimir un sello particular a la política educativa y la idea de innovar se presenta como el mejor argumento para emprender cualquier reforma. De esta manera surge la compulsión al cambio, como un rasgo que caracteriza el discurso de la innovación. Lejos estamos de pensar que toda propuesta de cambio realmente imprime un rumbo diferente al trabajo cotidiano que se realiza en las aulas y no porque no sea importante impulsar “nuevos sentidos y significados” a la práctica pedagógica, sino porque el espacio del aula aparece abandonado, en la mayoría de los casos, a la rutina, al desarrollo de formas de trabajo rígidas, atrapadas en la lógica de las estructuras autoritarias preestablecidas.
Un gran problema con el que nos encontramos en cada reforma es que se cambia para no cambiar, ya que no se generan los tiempos, ni los espacios necesarios para analizar colectivamente los resultados de lo que se ha propuesto; no se busca sedimentar una innovación para identificar y valorar sus aciertos y sus límites. El tiempo para emprender reformas en la política educativa global o particular se regula más bien, por la permanencia de las autoridades en determinada función, quienes proceden a decretar una “nueva perspectiva” aparentemente renovadora, pero que difícilmente impacta las relaciones educativas porque no parte de la experiencia reflexiva de quienes habrán de llevarla a la práctica. Es innegable que en el terreno educativo tenemos muchas deficiencias; que aún no hemos saldado la deuda con la sociedad; que a los maestros nos falta profesionalizarnos y salir del confort de las prácticas añejas en las que muchos estamos atrapados (producto muchas veces de la seguridad laboral). Si bien es cierto que tenemos que avanzar a otro nivel de relación laboral y educativa en el que ya no quepan los contubernios, ni el afán de protegernos con prácticas simuladoras, hay que reconocer que tampoco podemos asumirnos, sólo porque sí, como promotores de las nuevas formas de trabajo y subirnos a la compulsión del cambio, sin saber hacia dónde nos lleva éste. Considero que vale la pena retomar algunas reflexiones de Perrenaud, de César Coll y de Díaz Barriga, quienes han aportado valiosas ideas para resignificar el enfoque por competencias, desde una perspectiva social, ante la necesidad de replantear el sentido de la educación, de la enseñanza y del aprendizaje en el contexto escolar. Este enfoque alternativo implica reflexionar en torno a preguntas fundamentales:
¿Para qué se enseña lo que se enseña?, ¿la educación consiste simplemente en guardar información, y en reproducirla en los esquemas y textos mostrados en la escuela?, o se trata, más bien, de formar individuos con capacidad propia de razonamiento, capaces de integrarse en colectivos, y con un conjunto de saberes que les permitan resolver diversas situaciones de la vida cotidiana. Es evidente que en este momento no existe claridad sobre el enfoque oficial; los planes y programas se muestran desarticulados y se pone en evidencia la negación histórica de las luchas sociales. Todo esto genera molestia, preocupación y confusión entre los docentes, quienes tienen que operar cotidianamente un currículo bajo presión y con todos los reflectores puestos en ellos. Los docentes se ven obligados a lograr resultados “objetivos” y también, aunque no se diga, a cubrir las deficiencias del diseño curricular; se ven exigidos a lograr en corto plazo, lo que no se ha logrado en años. Nuevamente nos encontramos frente a un cambio por decreto, por recomendaciones internacionales y en el que el maestro se queda fuera del debate, reducido a seguidor de instrucciones y señalado como el responsable del persistente fracaso escolar.
Gómez Solorio, O. (2009). Educación por competencias o compulsión por la innovación. Comunicación con Conciencia Educativa, Época 1, año 1, número 7, En Revista Electrónica de Pedagogía, 12-13. Recuperado Septiembre, 2009, de
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Escrito por Marcela Borja.